Aquella Noche
Nunca había creído hasta que sucedió lo de aquella noche… Hacía poco tiempo que nos habíamos mudado a nuestra “propia casa”. Después de tanto deambular de barrio en barrio, por fin, teníamos una casa a nombre de mi padre; un poco alejada del centro, pero un lugar hasta ese momento tranquilo.
Digo casa, aunque todavía no estaba del todo terminada. Aún le faltaban algunos arreglos para que estuviera como tenía que ser. Pero no es de la casa lo que quiero hablar, sino de los rumores acerca de que en el barrio, en ciertas noches, sucedía: ladridos y aullidos lastimeros de perros, que lo vieron en tal parte, que a otro se le apareció cerca de la esquina…
Todos hablaban, con miedo supersticioso, de las apariciones de aquel perro (¿perro?) enorme, negro, que en noches de luna llena alborotaba a los canes del lugar. Hasta se atrevían a afirmar que era un “lobisón” y que la persona que sufría la metamorfosis era un muchacho hosco, escuálido y cetrino, habitante de una casucha vieja y desvencijada. Decían que había venido del interior de la provincia, y, alguien que logró sacarle algunas pocas palabras comentó que era el séptimo hijo y que debió huir de su pueblo natal.
Pero, a aquella noche me quiero referir. Como dije, la casa que habitábamos todavía no tenía todas las comodidades, entre ellas, el baño terminado. Por eso, mi padre había mandado a construir un retrete provisional, que serviría hasta que todo estuviera en condiciones en la casa.
Esa noche (la recuerdo muy bien), hacía mucho calor. Era verano y enero laceraba los cuerpos con aliento de fuego. La luna era un disco reluciente y su luz mortecina alumbraba el patio hogareño: el piso de tierra, un tejido herrumbrado, un mango* cargado de frutos, todo parecía un paisaje extraño, raro, funesto…
Luego de la cena, ocurrió el hecho. Mi madre, después de lavar los platos, fue al retrete. Nosotros, mi padre, mi tía y yo, nos quedamos en el comedor, iluminados por la triste luz de un farol de kerosén. Fue entonces cuando ocurrió: un grito espantoso surcó la noche correntina. Era mi madre… ojos desorbitados, estática, con las manos crispadas en las mejillas… Un perro negro, de ojos fulgurantes, rojos como el fuego infernal. Nos miró. Mi padre atinó a tomar una pala cercana y la bestia dio un salto, quedó como levitando, y luego atravesó el cerco de alambre como si fuera una sombra y se perdió entre los tacuarales cercanos… Luego, se oyeron ladridos y aullidos escalofriantes… Y un disparo de arma de fuego retumbó en la oscuridad. Un bramido agonizante se elevó y después… nada.
Al día siguiente, nos enteramos que el muchacho hosco y escuálido, había muerto de un disparo certero en el corazón.
Digo casa, aunque todavía no estaba del todo terminada. Aún le faltaban algunos arreglos para que estuviera como tenía que ser. Pero no es de la casa lo que quiero hablar, sino de los rumores acerca de que en el barrio, en ciertas noches, sucedía: ladridos y aullidos lastimeros de perros, que lo vieron en tal parte, que a otro se le apareció cerca de la esquina…
Todos hablaban, con miedo supersticioso, de las apariciones de aquel perro (¿perro?) enorme, negro, que en noches de luna llena alborotaba a los canes del lugar. Hasta se atrevían a afirmar que era un “lobisón” y que la persona que sufría la metamorfosis era un muchacho hosco, escuálido y cetrino, habitante de una casucha vieja y desvencijada. Decían que había venido del interior de la provincia, y, alguien que logró sacarle algunas pocas palabras comentó que era el séptimo hijo y que debió huir de su pueblo natal.
Pero, a aquella noche me quiero referir. Como dije, la casa que habitábamos todavía no tenía todas las comodidades, entre ellas, el baño terminado. Por eso, mi padre había mandado a construir un retrete provisional, que serviría hasta que todo estuviera en condiciones en la casa.
Esa noche (la recuerdo muy bien), hacía mucho calor. Era verano y enero laceraba los cuerpos con aliento de fuego. La luna era un disco reluciente y su luz mortecina alumbraba el patio hogareño: el piso de tierra, un tejido herrumbrado, un mango* cargado de frutos, todo parecía un paisaje extraño, raro, funesto…
Luego de la cena, ocurrió el hecho. Mi madre, después de lavar los platos, fue al retrete. Nosotros, mi padre, mi tía y yo, nos quedamos en el comedor, iluminados por la triste luz de un farol de kerosén. Fue entonces cuando ocurrió: un grito espantoso surcó la noche correntina. Era mi madre… ojos desorbitados, estática, con las manos crispadas en las mejillas… Un perro negro, de ojos fulgurantes, rojos como el fuego infernal. Nos miró. Mi padre atinó a tomar una pala cercana y la bestia dio un salto, quedó como levitando, y luego atravesó el cerco de alambre como si fuera una sombra y se perdió entre los tacuarales cercanos… Luego, se oyeron ladridos y aullidos escalofriantes… Y un disparo de arma de fuego retumbó en la oscuridad. Un bramido agonizante se elevó y después… nada.
Al día siguiente, nos enteramos que el muchacho hosco y escuálido, había muerto de un disparo certero en el corazón.