La dama de la Escuela

 -Cuando yo llegué a la escuela, lo encontré así, tirado en el medio del salón… Tieso, con los ojos desorbitados y con una expresión de horror en su rostro. – dijo la rectora.
- Es algo muy raro- respondió el comisario- muy raro.
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La noche era fría. Lloviznaba. En calle húmeda, no había nadie. Soledad. 
El sereno de la escuela exhaló el humo de su cigarro y miró su reloj de pulsera: las una y treinta y cinco. Miró la calle desierta. Bostezó.
El enorme y antiguo edificio de la escuela estaba silencioso, pero había algo en ambiente que él no podía explicar: algo lúgubre, como si un halo de misterio se desparramara por el edificio. “Va a ser una noche larga…” –pensó. Dio media vuelta y entró al salón de actos, en penumbras, que a esa hora parecía más grande, como una gigantesca cripta vacía. Caminó hacia el centro del lugar…
De pronto, le pareció oír ruidos sordos, apagados que venían de las escaleras que conducían a la planta alta.
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El comisario se acercó al hombre caído en el piso. Se agachó. Observó la cara: estaba lívida, un hilo de baba salía de sus labios abiertos. Fijó su vista en los ojos del muerto y un relámpago frío recorrió su espalda: un resplandor macilento, como de vela, surgió de las pupilas del infeliz.
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Los ruidos se escuchaban más cercanos. Como que algo o alguien descendía por las escaleras. Eran sonidos secos como de madera o hueso… Una tenue, sutil luz comenzó a aclarar el salón. Al principio, fue algo difuso, impreciso como una neblina funesta. Luego, entrevió una forma inefable. El fulgor aumentó. Entonces, sí, pudo ver la fantasmal figura: una mujer bellísima, de cabellos negros como la pez destilada, vestida con un largo y bellísimo atuendo blanco con una capa roja coma la sangre. Enormes ojos verdes se clavaron como estoques en el arrobado sereno. Éste quedó yerto. No pudo mover ningún músculo. Estaba duro como una estaca. Atinó a decir algo, pero de su boca no salió un solo sonido. Mientras, la esbelta mujer, con un candelabro en la mano, se acercaba, lentamente, pero como si estuviera segura de su objetivo.
Llegó hasta él. Él sintió como un calor infernal comenzaba a llenarle el cuerpo. Algo frío rozó su mejilla… Y, como si fuera algo incorpóreo, etéreo, atravesó el cuerpo del hombre. Sólo fue un instante. Pero, en ese instante, percibió algo inexplicable: vio edificios antiguos, históricas batallas, calles adoquinadas, gente corriendo por las calles… Un instante eterno. Y, luego, nada. Oscuridad.
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Miró el comisario, nuevamente, al occiso. Algo llamó su atención. Se puso los anteojos para ver de cerca. Lo que vio nunca lo olvidó. En una de las mejillas del caído, se notaba, claramente, manchas de pintura de labio… la forma de un labio… de un beso… de un beso fatal.