Historia de Corrientes
Ricardo Levene ha dicho que no se puede entender el pasado nacional sin conocer la historia de la colonia. Parafraseándolo, puede afirmarse que prácticamente todas las cuestiones que hacen a lo raigal de Corrientes, reconocen su origen en el ayer hispánico. Abundando en lo propio, es necesario hacer hincapié en que, hasta bien entrado el siglo XX, superando con largueza esa hispanidad, la nuestra fue una provincia bilingüe, donde el castellano se hablaba con los extraños, pero la lengua coloquial, la de la intimidad, la de los correntinos entre sí, era el guaraní. Incluso el férreo “federalismo” provincial tuvo en ese hecho, sin que se lo percibiera como tal, uno de sus principales sostenes instrumentales.
Además, la mayor parte de lo que nos queda, (y es mucho), de la historia colonial correntina, se halla resguardado en un repositorio cuya riqueza y estado de conservación, mal que pese a los funcionarios que confunden el pasado con las cosas viejas, sólo cede ante el Archivo General de la Nación. Ésa es la obra y herencia de grandes como Ismael Grosso, Valerio Bonastre y Federico Palma, y de cuantos, ignorados, los precedieron como responsables de aquel asombroso Cabildo que fue el nervio de la ciudad, desde su misma fundación hasta bien entrado el proceso revolucionario, en el año 1824.
Dicho esto, ¿qué sentido tendría ese pasado, qué importancia revestiría ese archivo, cuál sería el valor de aquellos – y han sido muchos – que han reflexionado sobre nuestra propia experiencia colonial, si ésta no siguiese llegando a sus legítimos herederos y depositarios?
Se perdería, y corre riesgo cierto de perderse, como aconteció con la segunda lengua, más de la mitad de nuestra historia. Un pasado que compartimos, es verdad, con algunas otras urbes coloniales, pero único por sus especiales caracteres al que, desafortunadamente, Corrientes y todas sus hermanas en el ayer hispánico, ven hoy sumergido por la generalización digitada desde el centralismo porteño. No tanto quizá como política deliberada, como fenómeno resultante de conveniencias editoriales que han llevado a que nuestros niños y jóvenes – y docentes -, sepan, por ejemplo, reconocer sólo el Cabildo de Buenos Aires, que asfixiado por instituciones de mayor fuste, hasta mayo de 1810 jamás alcanzó el relieve y actuación del correntino.
La única historia que no se agota, que no se extingue, es la que halla reparo en la mente y el corazón de quienes deben sucedernos, y entre nosotros ésa transmisión, ese mensaje, sólo lo da la escuela. La escuela así, a secas, bien que el imperio de la cronología y el grado de madurez, lleven a los fraccionamientos necesarios.
Buen momento entonces, apropiado, es sin duda la secundaria – término consagrado -, para acercar a nuestros jóvenes a ese pasado colonial que es herencia suya.
Es imperioso hacerlo, entre muchas razones, para que no lo ignoren todo sobre los hombres y mujeres de aquel legendario ayer, y de sus hechos. De otra forma, demasiadas de nuestras calles, plazas y barrios, seguirán representando sólo nombres vacíos, acontecimientos hueros de significación, propicios para ser victimizados por cualquier edil cautivo de algo más a la moda, aún cuando no sea nuestro, merced al persistente batir el parche de los medios de comunicación social que hoy, para tantos, encarnan la única forma de creer que toman contacto con la historia…
Resta sólo decir que, además de la necesaria consulta a la documentación del Archivo, la obra tiene como argamasa de su factura los insoslayables trabajos de nuestros grandes, desde las historias generales de Manuel Florencio Mantilla y Hernán Félix Gómez, hasta las indispensables producciones singulares de Figuerero, Palma, Labougle, Carranza y toda esa pléyade de estudiosos de nuestra vida colonial que este espacio torna imposible de enumerar.